Cuando me presenta el profesor, diciendo que ya estaba de vuelta en casa después de la larga ausencia, yo no lo sentí así. Esa ya no era mi casa, ya no era mi hogar. Este ya no era mi sitio. No era mi mundo. Estaba fuera de lugar.
El profesor me manda a sentarme en un sitio libre. Me dejo caer en la silla. El aire es distinto. Ya no entra con naturalidad al respirar. La desesperación me aprisiona los pulmones y me ahogo.
Me falta el peso de mi arma en la mano, el frío de la cota de malla sobre la piel cuando se mueve la camiseta. Necesito la chispeante sensación de la magia en mis dedos. La sensación de poder hacer cualquier cosa solo por tenerles cerca, a mi alrededor. La adrenalina del fragor de la batalla. La tensa paz en el campamento durante el viaje.
Siento las lágrimas rodando por mis mejillas por primera vez en mucho tiempo.
—Oye, ¿qué te pasa? —alguien me toca el hombro y por instinto agarro el boli como una daga.
Me seco las lágrimas con la otra mano.
—Nada —contesto contarte.
Me levanto, soltando el boli sobre la mesa y salgo de la clase. Creo escuchar al profesor llamarme.
Necesito tomar aire o me voy a ahogar. Necesito tomar el aire de allí. Puro. Vivo.
Me siento en un trozo de hierba que encuentro. Respiro hondo. Esto es lo más parecido. Lejos de todos los olores falsos y asfixiantes. Y aún así esto parece falso. Incluso cuando había un sol de justicia, ahí te abrazaba suavemente, este quema sin piedad. Allí todo está más vivo, si no le hacías nada a las plantas, estas te escondían en caso de necesidad. Tenían alma y pensamientos. Estas están muertas en vida.
Alguien me abraza y su olor me envuelve. Mis lágrimas caen sin detenerse. Huele a sudor, a arena y a sol. Huele a casa.
—¿Cómo? —murmuro.
—Recuerda la conexión. Sentí toda tu desesperación, tu angustia. He venido para llevarte.
—Por favor —sollozo. —Y no dejes que regrese nunca.