Debería haberme olido algo la primera vez que entré en el mar. Ese sentimiento tan intenso que me embargó; de pertenencia, de hogar. Pero era demasiado peque como para entender nada. Y menos para descifrar esas emociones y ponerles nombre. Solo conseguí echarme a llorar.
También podría haberlo deducido cuando, en plena preadolescencia, me pillé ese rebote porque fuimos al campo en vez de a la playa. Recuerdo bien esa decisión, ahora con la distancia. Fue una de las primeras producto del pánico. El mar ya te había arrebatado a papá y no estabas dispuesta a perder a nadie más. Aun así vivimos al lado porque tú adoras el olor a salitre, la brisa fresca y húmeda y bajar al bar con tus amigas a tomar unos boquerones fritos.
Al verano siguiente decidiste que era mejor enseñarme sobre el mar, todo lo que quisiera saber, antes de intentar alejarme. Pronto empezaste a renegar, diciendo que casi no me veías el pelo, ¿verdad, mamá?, que me sabía mejor las playas cercanas que mi propia casa. Una vez incluso bromeaste con llenar el salón de arena a ver si así pasaba un poco más de tiempo ahí.
Siempre me decías que era peligroso, que no controlaba tanto la tabla como creía, que me alejaba demasiado de la orilla. Que un día no vería tierra en el horizonte y me perdería. Cuando me dio por el windsurf recuerdo que estuviste a punto de prohibirme salir de mi habitación. Pero sabías que era inútil. Creo que siempre agradeciste en el fondo que no me llamara la atención el buceo ni el submarinismo. Un clavo ardiendo al que agarrarte. Una forma de decirte que esos genes no eran tan fuertes; no tiraban tanto de mí. Cuando preguntaste y te dije que no me molaba eso de tener que contener la respiración o llevar una botella suspiraste aliviada, ¿verdad, mamá? Te escuché, no puedes negarlo. Igual que escuché cuando te pasaste casi toda la noche llorando, apenas recién cumplidos mis dieciocho y volví ondeando con orgullo el carné de patrón de barco. Me tiraba más el mar que la culpabilidad, lo siento, mamá. De verdad que lo siento en el alma. Sé que creías que me iba a ir y no volver nunca, pero aún sigues siendo mi puerto seguro, mi faro en medio de la tormenta. Por eso tardé tantos años en tener mi propia embarcación. Sabía que alquilar un bote era tu seguro de que volvería, porque jamás dejaría que tú pagases la multa.
Cuando ahorré lo suficiente y me compré mi barco cambiaste de táctica. Me pedías que llevase a alguien a bordo, aunque sabías que eso no siempre era posible. Aun así rogabas. También rogabas por que tuviese pareja, alguien a quien no pudiese dejar atrás. Tú y yo sabíamos que eso no era posible; todo mi amor lo había robado el mar.
Siempre dejabas un hatillo preparado con comida y un par de botellas de agua por si me daba por salir de madrugada. Nunca entendí muy bien esos venazos que me daban. Esa necesidad inaguantable, al nivel de los instintos primarios, de estar en el mar. Me esperabas despierta más allá de la medianoche, casi rozando la madrugada del día siguiente. Nunca me quedaba más de un día, no sé si por falta de comida o porque me llamabas con todas tus fuerzas. Me recogías del puerto, me ayudabas a amarrar el barco y de camino a casa, me contabas la historia de cómo desapareció papá, cada día una distinta. Como cuando me contabas cuentos al ir a dormir. Esas historias y esos paseos al alba los guardo muy cerca de mi corazón. Todavía no sé si con esos relatos pretendías meterme miedo o si en ellos había una pequeña parte de verdad y yo tenía que encontrarla y juntar las pistas. Cada cual era más fantasiosa. Creo que en el fondo nunca dejé de esperar que un día me contaras la historia real, que me confirmaras esos rumores que corrían por el pueblo. Pero nunca lo hiciste. Incluso cuando te pregunté directamente si tenían algo de cierto contestaste que “eran puras patrañas de viejas con mucho tiempo libre y nada mejor que hacer”. Sigo creyendo que incluso en las historias más fantásticas que me contaste había algo real de tu historia con papá. Pero eso lo he descubierto yo ahora. Tú no me diste ninguna pista, mamá. Supongo que fue para que no me pusiera a investigar y no me fuera de tu lado. Recuerdo que te dije muchas veces que podías buscarte a alguien, otra persona a la que amar de nuevo. Pero papá era demasiado inolvidable. No era que sintieses que lo estabas traicionando, era que todavía estaba demasiado presente dentro de ti. Nunca lo entendí. Llevabas más de dos décadas sin saber nada de él. Recuerdo que de peque una vez te prometí que te lo traería de vuelta. En ese momento te reíste y yo no lo entendí. Todo el pueblo decía que estaba muerto, que fue un trágico accidente en el mar. Que el mar se lo había tragado y reclamado para sí. Que ni siquiera había habido cuerpo que enterrar. Pero tú nunca dijiste esa palabra. Solo que se había tenido que ir o que había tenido que volver a casa. Como si ni siquiera hubiese sido su elección. Y ahora por fin entiendo que nunca lo fué, que siempre quiso volver. Pero él sabía que no iba a ser capaz de regresar a sus responsabilidades después de verte una vez más. Que está esperando para poder dejar todo ese peso sobre los hombros de alguien más y volver contigo en cuanto se den la vuelta.
También entiendo por qué el agua era vida. Por qué esa necesidad de estar, de tocarla. Por qué esos impulsos. El mar corre por mis venas, tira de mí, me habla, me llama, me arrulla. Y tú lo sabías desde antes de que naciera. No te guardo rencor. Querías que creciera como una persona normal. Y en ningún momento me prohibiste ir. Entendías esos impulsos. Papá también tenía ese anhelo por el mar ¿verdad? Ojalá saber cómo lo llevó, que me diera algún consejo para no preocuparte tanto. Aunque creo que te habrías preocupado igual. Dicen que eso es lo que hacen las madres, ¿no? Preocuparse y querer incondicionalmente.
Me has enseñado mucho de este lado del mundo, pero ahora necesito entender y aprender del otro lado. No me iré para siempre, seré como Perséfone, volveré a tu lado de nuevo. No te puedo decir fecha porque no sé lo que me espera en este nuevo mundo, solo que no me esperes pronto.
Descubrir esto me ha provocado la misma euforia que cuando monté por primera vez una ola. O cuando fui capaz de llevar mi propio barco sin ayuda ni supervisión de nadie. O cuando pude meterme en el agua solo con el bañador después de la operación. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad, mamá? Estabas delante en todos esos momentos, viste mi cara. Por eso te pido que no desesperes. Quiero descubrir todo esto, volver a sentir esta euforia, conocer a más gente como yo, aunque solo sea en parte.
Dirán lo mismo que con papá. Un terrible accidente en el mar a causa de la tormenta. Una ola que engulló el barco. Puede que haya parte de verdad en eso. Y es posible que cuando vuelva a querer venir aquí tenga que ser de otra manera. Saldría un poco caro si me cargo un barco cada vez. Pero de eso ya me ocuparé más adelante. No sé si llegará el barco a nuestras costas. Si es así, no te asustes, cuando yo me caí (o me tiré, todavía no lo tengo muy claro) el bote aún estaba intacto. Solo se dió la vuelta. Yo estoy bien. Ninguna herida. Ni siquiera un rasguño. No te preocupes.
Sentir el agua rodeándome por todos los lados se ha sentido más natural de lo que creía que se iba a sentir. Quizá sea porque no llevo nada que aumente mi peso, ni que cubra mi cara. O por no tener que pensar activamente que tengo que respirar por la boca.
Pese a la tormenta que azota la superficie, aquí abajo hay una calma que roza lo artificial. Vienen a recogerme. No viene papá en persona, pero quien llega parece alguien importante. Las escamas de su cola resplandecen cuando la poca luz que llega choca contra ellas. Da al agua de su alrededor un aire de magia que me atrae. Igual que la piel tornasolada y el pelo decorado con corales. Algo me hace confiar en que si me acerco a ese ser no me va a pasar nada.
Lo siento, mamá. Haré todo lo posible para volver a verte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario